Sentado
sobre el barro donde un riachuelo de inmundicia corría bajo sus pies, apoyaba
su espalda en el muro de fría piedra. Augie, con el rostro reposado en sus
brazos cruzados sobre sus rodillas, no dejaba de llorar.

¡Él solo
quería que los echaran como perros del circo! ¡Quería ver a Alyssa revolcarse
en su miedo y enojo de patitas en la calle! Pero nunca pensó que Clay… el pobre
Clay… El llanto cubría sus mejillas y corría por su nariz hasta la boca,
metiéndose entre sus labios, teniendo así el sabor del líquido salino
acompañando sus recientes recuerdos.
Corrió y
corrió lo más rápido que pudo, hasta que al darse la vuelta, las luces del
circo ya no se veían. El bosque se fue desvaneciendo dando paso a las primeras
paredes de la periferia de la ciudad. Él no quería volver, jamás lo haría.
Su mente
era un remolino de sentimientos, de imágenes deformes y de voces implacables
que lo agobiaban recordándole su culpa.
El karma lo
perseguía en todos los aspectos, hasta el clima conspiró contra él comenzando
una lluvia que limpió su cara de lágrimas, mas no su alma que, cada vez más, se
deshacía en reproches.
Caminó abrazándose
a sí mismo tratando de tolerar el frio de la madrugada que empezaba a aclarar
el día.
Los obreros
comenzaban a salir a trabajar llevando sus implementos con ellos y salpicando
sus ropas con las gotas del sucio suelo mojado.
Augie pasaba a su lado siendo ignorado, como era costumbre en su vida,
carente del más mínimo cariño y atención. Solo recibía alguno cuando su supuesta
madre ponía la mano sobre él para propinarle algún castigo físico casi siempre
por motivos absurdos. Y ya ni siquiera eso. Ahora estaba el péndulo.
El humo de
las chimeneas de las panaderías lo atacaba y torturaba con su olor a pan recién
horneado y hasta el aroma del café, que en algún momento lo había asqueado, le
parecía ahora el más apetecible del mundo. Luego desarrollaría su gusto
exagerado por el café de la mañana.
Se acercó a
una de las cafeterías que iban abriendo a esa hora de la mañana a la espera de
los empleados más responsables que pululaban desde las primeras horas.
Las mujeres
murmuraban lo pobre de su situación mirando cómo se relamía con la vista de los
alimentos pero ninguna de ellas era capaz de ofrecerle algo de comer.
Con el
aroma del pan impregnando sus fosas nasales decidió tratar de conseguirlo
haciendo algún pequeño trabajo que se le presentara, pero para un niño de su
edad no era fácil conseguirlo.
Rendido
estaba de caminar y cansado de recibir rechazos. Su estómago rugía recordándole
al tigre que había asesinado a Clay y un rictus de congoja deformó su infantil
rostro.
Nuevamente
la tristeza y la culpa afloraban a sus sentimientos cuando un brazo rodeó sus
hombros y una mano firme le apretó uno de ellos para después cubrir su raída y
delgada camiseta con un abrigo que lo protegió del frio.
Su aliento
era tibio y su rostro amable, su sonrisa lo hizo confiar en aquel hombre que le
ofrecía un pan por primera vez desde que había huido.
—¿Qué haces
por aquí, chiquillo? ¿Y tus padres? ¿Dónde están? —le preguntó interesado el
sujeto muy bien vestido, mientras ambos comían en un pequeño restaurante de la
zona donde el hombre lo llevó de la mano al ver su situación.
Augie no respondía,
se limitaba a llenarse la boca con la comida ofrecida y a mirarlo con ojos
agradecidos. Nunca había conocido una persona tan amable, que se preocupara por
él sin que lo conociera o sin tener que darle nada a cambio.
El
caballero acariciaba los rizos del muchacho sonriendo y advirtiéndole que no
comiera rápido, que podía atragantarse con semejantes pedazos de pan. Augie
sonreía entre dientes llenos de migajas mirando a su benefactor.
—Supongo
que ahora estás muy ocupado para contestarme, pobre ángel. —Acarició con el
dorso de la mano la redonda mejilla del niño esperando que terminara su plato.
Ya lleno,
Augie se sentó descansando las manos en su vientre prominente.
—No, no
tengo padres —mintió el niño sin mirarlo a los ojos—. Yo estoy solo, señor.
Los ojos
del hombre brillaron ante la confesión del pequeño.
—Bueno, ya
no lo estás, no creerás que dejaré en la calle a un muchacho tan guapo y listo.
¿Verdad? Dios nunca me lo perdonaría —le dijo al muchacho tomando su manita
entre las grandes de él.
Caminaron
así por las calles de la ciudad que ya rugía de gente que iba y venía con sus
propios problemas.
Se
detuvieron ante una hermosa casa de madera pintada de blanco. Su techo con
tejados rojos dejaban ver debajo de ellos una ventana redonda que supuso sería
el altillo.
Atravesaron
el pórtico y el niño sintió el sonido de la reja cerrándose tras de él. Al entrar, se sintió iluminado por las
ventanas interiores que representaban imágenes de santos y vírgenes que lo
miraban desde sus propios altares de vidrio.
A lo lejos
recordó que en alguna ocasión había escuchado a Alyssa pidiendo a Dios algún
favor a cambio de muchos rezos y penitencia ante una pequeña imagen de yeso que
luego se perdió entre tantas cosas guardadas en la caravana.
Sus padres
nunca le habían hablado de Dios o de la fe en él. Pero creía que un ser supremo
así de glorioso no habría dejado vivir a un niño como él en el infierno que era
su familia y menos aún, dejar morir a su amigo de esa manera tan cruel, por lo
que dudaba de su existencia.
La casa era
impecable y en cada rincón había alguna imagen sagrada. Sobre la chimenea que
era la protagonista principal de la bonita sala, se lucía un cuadro de Jesucristo
en el Huerto de Getsemaní, ahí donde el hijo del hombre había renegado de la
suerte que sabía le había tocado.
—A veces,
el hombre, aunque sea el hijo de Dios, tiene miedo —le explicaba su benefactor
arrodillado a su lado, acariciando suavemente los brazos de Augie—. Pero tú no
debes tenerlo, estás aquí conmigo y no me atrevería a hacerte ningún daño, al
contrario, pasaremos buenos ratos juntos, ya lo veras.
Revoloteó
el cabello del niño con los dedos.
—Pero qué
contrariedad, ni siquiera te he preguntado tu nombre ni me he presentado
formalmente. Soy el Doctor Alexander Rontgen, para servirlo a usted, joven
caballero. — Tendió su mano dándole un suave apretón al niño.
—August
Remprelt, señor —masculló Augie, tímido aún.
—Llámame
Alex —sonrió el médico.
Augie vivió
sus días más felices en el lugar, no faltaba comida ni palabras amables. El Dr.
Rontgen se encargaba de él en todo sentido. Casi lo sentía como un padre. Augie
nunca había tenido la atención que el doctor le daba. Hasta le permitía
escribir en un cuaderno que el mismo doctor le compró y le daba sus propias
opiniones del infierno. Y las muestras
de afecto del hombre hacia él eran siempre frecuentes. Era la primera vez que
el niño sentía cómo era el afecto físico («Así debe ser el amor de padre», pensaba
siempre al recordar las caricias del médico). Y él solo tenía que contestarle
preguntas que el hombre le hacía regularmente y que Augie, a veces, encontraba
un poco raras.
También
inculcaba en él la fe por la religión y Dios como ser supremo de la creación.
Ambos rezaban frente a aquel cuadro, sin dejar un día, a las tres de la tarde,
pues esa es «la hora del Señor» en la que cualquier milagro pedido puede ser
escuchado más que en cualquier otro momento del día ya que era la hora de su
muerte.
—El cerebro
humano es muy complejo, se divide en sectores en los cuales se desarrollan
sentimientos y habilidades diversas. Ni siquiera nuestro señor Jesús pudo
controlar sus emociones, míralo aquí en el Huerto, renegando del destino que su
padre, Dios, le había concedido sin poder hacer nada por cambiarlo. Cuántos sentimientos
revueltos habrá tenido dentro de su cabeza, odio, quizás, hacia el mismo Dios
por ponerle esa prueba siendo él su propio hijo; impotencia por ser hijo del
ser supremo y estar atado de pies y manos para cambiar su destino; rencor hacia
un padre torturador que permitiría que se ensañasen con su cuerpo mortal. ¡Ah! ¡Augie!
¿No te gustaría entender esa complejidad del ser humano? ¿Saber más acerca del
cerebro y las motivaciones que lo mueven? Cualquier sacrificio vale la pena
para conseguir ese conocimiento, ¿no te parece? —le comentó al niño con una luz brillante que
rodeaba el iris, terminando fulgurante en la pupila, mientras masajeaba entre
sus dedos la cabeza de Augie.

El niño
devolvió los juguetes a sus estanterías y se acercó, como solía hacerlo, a
aquella puerta, siempre cerrada, detrás de la cual el doctor desaparecía
diariamente por horas. Posó su rostro en ella tratando de escuchar la actividad
de adentro y saber en qué ocupaba el doctor su tiempo. Sin querer, apoyó su
brazo en la manija de la puerta, la cual se inclinó hacia abajo haciendo que la
puerta se abriera rechinando suavemente.
El niño
trastabilló hacia adentro, sorprendido al mismo tiempo por la puerta sin
asegurar, cayendo de rodillas dentro del lugar que se profundizaba en una
escalera que se perdía en la oscuridad de un sótano, en el cual, los sonidos de
botellas de vidrio chocando, música de ópera a bajo volumen y la voz del mismo
doctor, no podían cubrir del todo los gritos lastimeros.
Capítulo escrito por Mendiel
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