24 de febrero de 2016

Proyecto Fobia: Capítulo 4: La ley de Remprelt

Noviembre de 1988

Una vez que Remprelt colgó el teléfono, situado encima del escritorio de su despacho, se quedó pensativo en la silla giratoria. La noche anterior había sopesado y mucho si darle o no una oportunidad a Stan. En condiciones normales, y desde su etapa universitaria, tenía una intuición estupenda para juzgar la valía de una persona, y su posible peligrosidad hacia sus intereses. Pero Stan se había colado en el grupo al que pertenecían las excepciones. Se había mostrado como un estupendo candidato para el puesto vacante, y había mencionado cosas que a Remprelt le hicieron ver en él un posible nuevo devoto para su proyecto. La entrevista del día anterior había ido bien, hasta que Stan mencionó aquella frase sobre el demonio y su merecimiento de saber la verdad. ¿Quién había dicho aquella frase en el pasado?

Sin embargo, y al margen de esa duda, Remprelt había sacado conclusiones positivas del resto de la charla. Quizás se alarmó por nada con aquella frase, habida cuenta de la gran cantidad de personas que habían pasado por su vida, y que podrían haberla dicho. De ahí la oportunidad que iba a darle a Stan de ser el nuevo vigilante nocturno, siempre que su semana de prueba resultara satisfactoria. No obstante, y como nunca estaba de más ser precavido, Remprelt descolgó el teléfono para hacer otra llamada antes de volver a su rutina.

Dean Petrinelli estaba de pie, tomándose una taza de café, y disfrutando de las vistas que se apreciaban desde la ventana de su despacho. Era uno de sus rituales matutinos, y uno de esos momentos de tranquilidad que tanto se agradece conservar con el paso del tiempo. En aquellas primeras horas de la mañana, los alrededores estaban tranquilos. Generalmente era así. A medida que fueron filtrándose los primeros rayos de sol por la ventana, éstos se reflejaron en la estrella que Dean portaba en su uniforme y que revelaba la importancia de su labor. Él era el sheriff del condado, un trabajo que llevaba ejerciendo de manera impecable durante dos décadas, desde que cumplió los 31 años. Claro que la etiqueta de “impecable” se la había auto impuesto él mismo desde hacía algunos años, a raíz de su amistad con August Remprelt, el director del psiquiátrico Clarkson. Aunque analizada de un modo estricto, más que una amistad, se trataba de una relación de conveniencia, aderezada con respeto mutuo por la labor que cada uno ejercía. Dean conocía el “Proyecto Fobia”, y era un gran defensor del mismo.

Todo había comenzado con el asesinato de su hija Francesca 4 años atrás, en 1984. Una noche, cuando Francesca volvía a casa tras visitar a una de sus amigas, había sido abordada en plena calle por uno de sus antiguos profesores de instituto. Esto se supo con facilidad porque una testigo les vio charlando cerca de su casa. Aquel tipo, llamado Preston, se aprovechó de la confianza que le inspiraba a Francesca para lograr sus fines, ya que la deseaba desde que le impartió clase. Lejos de contentarse con haberla violado, la estranguló hasta matarla. Posteriormente la dejó tirada en un callejón, donde fue encontrada al día siguiente con las primeras luces del alba.

Para llegar a esta reconstrucción de los hechos, Dean tuvo que remover cielo y tierra, y no lo habría logrado sin Remprelt. Claro que antes de entrar en contacto con él, había derramado lágrimas de impotencia junto a su esposa Carla, cuando Preston alegó locura transitoria en el juicio, y el juez, lejos de condenarle a pasar el resto de su vida en la cárcel, ordenó su ingreso en el Clarkson. El día de aquel veredicto, Dean se sintió traicionado por el sistema que tanto se esforzaba en hacer valer a través de su trabajo como agente de la ley. A Carla le bastó saber que aquel violador no estaría en libertad y no haría más daño a nadie durante una temporada, pero a Dean no le produjo ninguna satisfacción. Había pruebas irrefutables de la autoría del crimen (semen y todo tipo de rastro genético de Preston), y aunque alguien con la suficiente sangre fría no habría dejado semejante rastro para que le cazaran, Preston nunca había estado loco. No tenía familia que corroborara que estaba cuerdo, pero era un miembro bien valorado por el resto de profesores de instituto, y nadie se había quejado jamás de su conducta. Dean siempre tuvo la sensación de que el juicio había sido una farsa, y que de poco había valido su profesión para que le ayudaran a obtener venganza por medio de una condena a prisión. Jamás olvidaría la risa que flotaba en el rostro de Preston cuando escuchó el veredicto, sintiéndose ganador en aquel asalto frente a la ley. Por suerte, el tiempo pone a cada uno en su sitio, y de eso se ocupó Remprelt.

A pesar de que ya hacía casi 4 años del primer encuentro, Dean tenía bien fresco en la memoria el día que conoció a Remprelt. Estaba en su despacho, llorando sobre una foto de Francesca. Aunque la puerta estaba cerrada, Dean se esforzaba tanto en recordar a su hija, que no se había percatado de la intrusión. La voz de Remprelt funcionó como un enorme salvavidas emocional, preguntándole algo que cerró repentinamente el grifo de sus lágrimas: ¿quiere impartir la justicia que las autoridades le negaron?


Dean no respondió nada en ese momento, pero le indicó a Remprelt que se sentara frente a él, y escuchó con creciente empatía lo que su visitante le expuso. Le había contado el proyecto que se traía entre manos, la finalidad de aplicar una ley que fuera efectiva allá donde la justicia había fracasado o había mirado hacia otro lado. Remprelt se había ido ganando la devoción de Dean en aquel primer día, como el predicador que da el discurso que muchos oyentes desean oír, y que les convierte en auténticos devotos de una causa, por disparatada que sea. Le había dicho cuanto necesitaba escuchar, y le había invitado a comprobar en persona el trato que iba a dispensarle a Preston, que estaba bajo su supervisión en el Clarkson. Y Dean, lejos de haber arrestado a aquel doctor por las cosas tan alejadas de la legalidad que pretendía hacer, concertó un encuentro para presenciar el trato a Preston. Aquella había sido una de las mejores decisiones de su vida. Cumpliendo su palabra y vestido de paisano, acudió al Clarkson, donde Remprelt le condujo al sótano, el terreno donde imperaba “la ley de Remprelt” como Dean la bautizó mentalmente con el paso del tiempo.

El placer que Dean experimentó al ver a Preston en una sesión de hipnosis, fue tan sublime que empezó a ver consumada parte de su sed de venganza. Observar la labor de Remprelt con su péndulo fue algo inolvidable. Primero le había sacado a Preston la confesión de todo lo ocurrido la noche que Francesca murió, y posteriormente había averiguado que Preston tenía fobia a las abejas. Así que Remprelt había sacado provecho de la apifobia de Preston, haciéndole creer que su cuerpo estaba lleno de abejas, algunas de las cuales se introducían por cada orificio de su cuerpo. Dean escuchó con satisfacción cada grito cargado de terror que salía de la garganta de Preston, deseando que aquel condenado despojo sobreviviera a esa tortura para recibirla eternamente. No sin cierta malicia, Dean pensó que al igual que Preston había violado a Francesca, Remprelt estaba violando cada rincón de la mente de Preston. Esa cadena de pensamientos hizo aflorar en el rostro de Dean una sonrisa casi idéntica a la que Preston mostró tras el veredicto del juez. La ley de Remprelt.

Y desde entonces, Dean se convirtió en todo un protector legal para los experimentos de Remprelt, intercediendo para que muchos delincuentes acabaran ingresados en el Clarkson. También le ayudaba cuando alguna de las sesiones se le iba de las manos al bueno del doctor y el paciente moría. A fin de cuentas, había que aparentar legalmente que esas muertes fueran por distintas causas a la verdadera. Y ahí Dean se tenía que arremangar para salvar la situación, preparando escenarios para guardar las apariencias, y haciendo valer la autoridad que le confería su puesto como sheriff del condado. De todas formas, desde que empezó a ayudar a Remprelt dormía de un tirón, y tenía la sensación de estar cumpliendo todas las leyes posibles, justas o no. Jamás le había contado a Carla nada de lo concerniente al doctor y el psiquiátrico, no hacía falta. Él se encargaba de hacer más segura la vida de muchas personas, incluida su mujer, y no todo el mundo tenía que saber los métodos usados para lograr esa seguridad. Los tipos como Dean y Remprelt hacían un trabajo oscuro que muy pocas personas podrían entender y apoyar, y por eso el proyecto y su complejidad quedaba salvaguardado por un reducido grupo de personas.

El teléfono empezó a sonar en el despacho, y sacó a Dean de sus pensamientos. Una vez que se acercó a su escritorio y lo descolgó, escuchó esa voz tan influyente y familiar. La voz de Remprelt:

- Buenos días Dean, quiero que hagas algunas averiguaciones por mí.
- Buenos días August, ¿de qué se trata?
- De un posible empleado para el psiquiátrico, ayer le entrevisté, y aunque parece una opción muy válida, algo me genera dudas.
- ¿Quieres que investigue si tiene antecedentes o algún trapo sucio?
- Te lo agradecería, si no hay nada sospechoso en él, podría ser un miembro muy válido para nuestra causa.
- Vaya, en cuanto colguemos me pondré manos a la obra, a ver qué averiguo- y Dean cogió un papel y un bolígrafo para anotar el nombre-. ¿Cómo se llama?
- Stanley Farrell. Seguramente no haya nada raro, pero si le contrato será el vigilante nocturno, y necesito saber hasta qué punto puedo confiar en él.
- Te entiendo perfectamente August. ¿Algo más que quieras saber sobre Stanley?
- No- un profundo suspiro al otro lado de la línea le indicó a Dean que Remprelt estaba indeciso-, o bueno, sí. ¿Te resulta familiar la frase “hasta el demonio merece que le cuenten la verdad”?
- Pues no, no la había escuchado jamás. ¿Por qué lo preguntabas?
- Nada, simple- y Remprelt arrastró un poco la última letra- curiosidad. En cuanto tengas algo llámame. Da igual la hora que sea.
- De acuerdo August, así lo haré. Dame un día y te contactaré.

Y ambos colgaron el teléfono. Remprelt abrió el armario de su despacho en el que guardaba algo de ropa, y se puso una de sus batas blancas. Cogió el estetoscopio que reposaba encima del escritorio, y tras cerrar el armario salió del despacho, cerrando con llave la puerta. Por su parte, Dean terminó su café, cogió su abrigo y su sombrero Stetson, y salió del despacho. En condiciones normales le habría encargado aquella tarea a alguno de sus subordinados. Pero si se trataba de un candidato para el proyecto, eso requería la mejor atención posible, y él se encargaría personalmente de realizar las indagaciones necesarias para averiguar más sobre aquel tipo.

Aquella mañana pasó muy rápido para Stan, que la dedicó en exclusiva al repaso de toda la información que había recopilado sobre Remprelt y el Clarkson. Sabía que no era necesario repasar lo que tenía, porque la verdadera información que necesitaba, tendría que obtenerla desde dentro. Pero el primer paso había sido exitoso, y recibir la llamada del doctor le había puesto de muy buen humor. Claro que a ello contribuía el hecho de no haber revisado esa mañana una carpeta específica, cuyo contenido siempre sacaba a relucir lo peor de su carácter. Él la llamaba “la carpeta de los horrores”, porque, a pesar de contener un puñado de papeles oficiales y algunas fotos, simbolizaba una de las peores noticias que había recibido en los últimos años. Su necesidad de trabajar en el Clarkson y de ganarse a su director, habían nacido desde que aquella carpeta llegó a su poder. Sabía que tarde o temprano volvería a mirarla antes de acabar el día. El horror que contenía aquella carpeta, era una de las razones de que hubiese dedicado dos años de su vida a crearse una identidad falsa que fuese su tapadera.

Poco después de comer, Stan se dirigió a su habitación, donde tenía un espejo de cuerpo entero, y empezó a hablarle a su reflejo. No se trataba del acto de alguien que está perdiendo la sesera, sino de una práctica que venía realizando semanas atrás, y que le hacía parecer un actor ensayando un papel para representar. Stan se dedicaba en primer lugar a hablar consigo mismo, y posteriormente practicaba distintas miradas frente al espejo, tratando de discernir con cuál de ellas podría ocultar mejor sus pensamientos. No olvidaba que Remprelt era un reputado doctor, especializado en el campo de la mente humana, y no deseaba que se descubrieran sus verdaderas intenciones para querer el puesto nocturno. Para introducirse un poco en el papel de guardia, cogió una porra invisible, y la elevó en el aire, acompañándola de una mirada cargada de odio, simulando a un verdadero guardia que tuviera que amenazar a alguien para mantener el orden. Y toda la tarde se le fue practicando frente al espejo. 

Llegada la noche, Stan se dio una ducha, se preparó la cena, y puso al lado de su plato la “carpeta de los horrores”. La abrió con la mano que tenía libre, y fue pasando las páginas, una a una, hasta llegar a las fotografías que tanto dolor le hacían sentir. Nunca quería verlas, pero la parte más retorcida de su interior tomaba las riendas en ese caso, y actuaba por libre. No pudo evitarlo, y terminó llorando. Conocía bien esas lágrimas, eran las que precedían a su ira. Entonces, al tiempo que sus ojos dejaban de llorar, cerró la carpeta y la tiró al suelo. Su pulso se aceleró, los labios empezaron a temblarle, y su rostro adoptó una mueca propia de un perro rabioso. Segundos después dio un puñetazo tan fuerte sobre la mesa, que tiró un vaso lleno de agua y volcó el plato con lo que quedaba de su cena. La mano del golpe le dolería durante toda la noche, pero agradeció haber descargado su ira en la privacidad de su casa, donde nadie podía verlo. Al día siguiente volvería a representar su papel ante el doctor, y se abstendría de mirar la carpeta durante una temporada, salvo que fuera extremadamente necesario. Una semana de guardar apariencias, y con suerte podría empezar a investigar lo que le pasó a ella, la mujer de las fotos que tantas emociones contrapuestas le despertaba.

Capítulo escrito por José Carlos García Lerta


2 comentarios:

  1. Muy buen capítulo,José.
    La historia tomó cuerpo. Los tres personajes ya están bien definidos y se respondieron muchas preguntas a la vez que se generaron otras nuevas.
    Se lee de un tirón, muy entretenido.
    Un saludo!

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    1. Es muy bueno que entre Ricardo y yo te tengamos enganchado. Estos tres personajes van a ser el centro de la historia en el presente, era importante empezar a definirlos un poco una vez presentados. ¡Otro saludo!

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